lunes, 14 de enero de 2013

Fundamentación

Sé perfectamente que llegué tarde a todo lo que podía decirse sobre maternidad, sobre todo porque no represento ningún caso excepcional, especialmente meritorio, sobrenatural o fantástico que haga que mi irrupción en el mundo de los pañales sea digno de contarse. Si quisiera hacerme la superada, ya tengo frente a mis ojos el indeseable mundo de las Gutman´ girls que pregonan la lactancia hasta que el crío se suba al micro de viaje de egresados, y que prometen el infierno a quien añore dormir despatarrada con 35° a la sombra. Si, por el contrario, desearía demostrarme fracasada y arrollada por el tren de la infancia, con un advenedizo disfrazado de hombre araña y todo, también debería lidiar con toda una legión —mucho más aceptable según mis parámetros— de mujeres que vieron desintegrarse su independencia y su ranking de libros leídos por completo con el primer meconio de su bebé. Pensando en eso, la verdad es que debería dejar de escribir. Pero no lo hago por una sencilla razón: la gente acepta escucharte hablar sobre los avatares del parto y acerca de la extraña cirugía estética que sufrió tu vida —que ahora se parece más a Ivonne Kennedy que a una grácil botinera con refresh— sólo durante los primeros cuatro meses de maternidad. Después, sos una pesada. Y para mí, a los cuatro meses, esta campaña en el desierto recién empezaba. Sólo por eso voy a escribir lo que todas las demás ya escribieron; porque necesito seguir siendo invitada a las reuniones sociales y cubrir mi dosis de catarsis por otras vías que no sean las de las cenas y las meriendas con gente que está a punto de apuñalarme si pronuncio una vez más nutrilón o cesárea. Albricias, este blog ya ha comenzado.

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